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Cuando la chancha ya no tenga rabo*

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Uno podrá ser todo lo escéptico que se quiera y no creer, por ejemplo, en las interpretaciones cataclísmicas que muchos hacen de las famosas Profecías Mayas para el 2012 y sus proximidades, pero lo que nadie puede negar es que estamos viviendo una época de transformaciones profundas en buena parte del mundo, y especialmente a cargo de la población joven. Revoluciones en Egipto, en España, y quizás en un futuro no muy cercano en Latinoamérica? You said you want a revolution, well you know…

No nos viene mal revisar ligeramente las causas que movieron poco a poco a estas poblaciones a estallar y decirle basta a su status quo: en Egipto, la falta de libertad detrás de una “dictadura benévola”, el desempleo y un descenso general en la calidad de vida de la población. En España las protestas comenzaron por un evento tangencial (la Ley Sinde), pero que sin embargo fue el detonante para que se hiciera conciencia sobre otros aspectos que han pesado como fardos de carga sobre la población y especialmente sobre el sector joven: casi uno de cada dos jóvenes de 18 a 35 años engrosando las filas de desempleados en España; un mercado inmobiliario de “pisos” impagables para los sueldos mileuristas de la gente, con hipotecas más extensas que la vida misma de sus ocupantes (y consecuente —quizás única— herencia que tengan los hijos de quienes hoy comienzan a ser padres) y un hartazgo general con una, según dicen, “democracia de mentiras“. Un orden de cosas social insostenible a largo plazo en todo caso. Una cosa se juntó con la otra y la gente, llegando al punto de decir basta ya, hicieron de la Puerta del Sol madrileña (y muchos otros espacios públicos en ese país) su tribuna de protesta y fuerza de miles sobre miles de españoles desempleados, descontentos y desencantados con el rumbo de su país.

Y si así es como están las cosas en el Viejo Mundo, ¿cómo es que están las nuestras, y concretamente en nuestro país? Una de nuestras características mas idiosincráticas es que nos mostramos ante propios y extraños como el país del pura vida, del eterno vacilón y donde no nos tomamos (para bien y para mal) nunca nada en serio. Por algo nos llaman el país más feliz del mundo. ¿Pero realmente nos conviene creernos esa imagen? ¿De veras?

Veamos nada más los titulares que han aparecido en éstas últimas semanas. Si no ganas más de $4,000 USD al mes (en un país donde el sueldo promedio mensual de un profesional calificado es de $900 USD), no eres elegible para obtener casa propia. (yo me incluyo ahí). Un país que ahuyenta el emprendimiento (y la consecuente formación de empleo por PYMES) en vez de fortalecerlo. Expresidentes y políticos que abrazaron descaradamente la corrupción como estandarte y son tratados con guantes de seda por un sistema judicial que tampoco se gana la confianza de los ciudadanos, cometiendo exabruptos como darle “casa por cárcel” a unos narcotraficantes mexicanos poniendo en vilo a un vecindario que igual pudo haber sido el suyo, o el mío, en una sociedad donde la inseguridad nos rodea un día sí y otro también. ¿En serio, estamos tan bien como creemos?

Don Pepe Figueres, figura imperdible de la política nacional, dijo en algún momento que este país “es un pueblo de domesticados” y el tiempo terminó dándole la razón con nuestras acciones, o más bien la falta de ellas para encarar las situaciones que había que agarrar como mala hierba que, por dejarse al garete, echó raíces y se volvió árbol. Otra figura notable por muy otras razones, el inimitable G.W. Villalobos, dijo de nosotros en los años setenta:

“Ustedes piensan que soy un güicho creyendo que van a votar por mí. Pero los güichos son ustedes, que cada cuatro años se los ruedan y los ponen a votar por los mismos de siempre.”

Desde entonces han pasado más de treinta años en los cuales el país se nos transformó por completo, social, económica y políticamente. El espejismo de la Costa Rica social, bipartidista e hiperpatriota de la década de 1970 se ha ido diluyendo en un nuevo orden donde están, cada vez más separados, los que tienen demasiado y los que no tienen nada, una clase política de reputación desteñida y una clase media a la que cada vez más pareciera haber, de parte de las clases dirigentes, un empeño obcecado por acelerar su extinción. ¿Estaremos —por fin— llegando como sociedad a un nivel de hartazgo tal que le ponga fin a nuestra aparente desidia y endémica pereza por cambiar las cosas? ¿Cual puede ser el factor detonante que nos amalgame como sociedad por entero a ejercer desobediencia civil? Una golondrina no hace verano, y unos cuantos bloggers escribiendo posts incendiarios y antisistema para un reducido grupo de lectores ideológicamente emparentados no hacen una revolución criolla. Hasta que el zapato no termine de apretar al punto del dolor para todos, propios y extraños, no cabe esperar reacciones masivas que empujen a que las cosas cambien. La gran pregunta es, ¿cuánto nos falta para eso?

 

(*)Para lectores del extranjero: La expresión tica jalarle el rabo a la chancha (o a la ternera) es sinónimo de provocar, ya sea intencionalmente o por desidia, una situación incómoda. De ahí el título.

 

 

 



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